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jueves, 29 de septiembre de 2011

CATEQUESIS DEL SANTO PADRE SOBRE STA. TERESITA DEL NIÑO JESÚS. DOCTORA DE LA IGLESIA Y PATRONA DE LAS MISIONES.

Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz.
"La santa más grande de los tiempos modernos" Pío XI




CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 6 de abril de 2011 (ZENIT.org / CCSG).- Catequesis del Santo Padre a los fieles congregados en la Plaza de San Pedro, durante la Audiencia General, continuando el ciclo de Doctores de la Iglesia.


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Queridos hermanos y hermanas:
Hoy querría hablaros de santa Teresa de Lisieux, Teresa del Niño Jesús y del Rostro Santo, que vivió en este mundo sólo 24 años, a finales del s.XIX, llevando una vida muy sencilla y oculta, pero que después de su muerte y de la publicación de sus escritos, se convirtió en una de las santas más conocidas y amadas. La “pequeña Teresa” no ha dejado de ayudar a las almas más sencillas, los pequeños, los pobres, los que sufren, y que le rezan, pero también ha iluminado toda la Iglesia, con su profunda doctrina espiritual, hasta tal punto que el Venerable Juan Pablo II, en 1997, quiso darle el título de Doctora de la Iglesia, añadiéndolo el título de Patrona de las Misiones, que ya le otorgó Pío XI en 1939. Mi amado Predecesor la definió como “experta de la scientia amoris” (Novo Millennio ineunte, 27). Esta ciencia, que ve resplandecer en el amor toda la verdad de la fe, Teresa la expresa principalmente en el relato de su vida, publicado un año después de su muerte bajo el título de Historia de un alma. Es un libro que tuvo enseguida un enorme éxito, fue traducido a muchas lenguas y difundido en todo el mundo. Quisiera invitaros a redescubrir este pequeño-gran tesoro, ¡este luminoso comentario del Evangelio plenamente vivido! Historia de un alma, de hecho, ¡es una maravillosa historia de Amor, relatada con tal autenticidad, sencillez y frescura ante la que el lector no puede sino quedar fascinado! Sin embargo, ¿cuál es este Amor que ha colmado toda la vida de Teresa, desde la infancia hasta su muerte? Queridos amigos, este Amor tiene un Rostro, tiene un Nombre, ¡es Jesús!. La santa habla continuamente de Jesús. Recorramos, entonces, las grandes etapas de su vida, para entrar en el corazón de su doctrina.
Teresa nació el 2 de enero de 1873 en Alençon, un ciudad de Normandía, enFrancia. Era la última hija de Luis y Celia Martin, esposos y padres ejemplares, beatificados los dos el 19 de octubre de 2008. Tuvieron nueve hijos, de estos cuatro murieron en edad temprana. Quedaron cinco hijas, que se hicieron religiosas todas. Teresa, a los 4 años, quedó profundamente afectada por la muerte de su madre (Ms A, 13r). El padre junto a las hijas, se trasladó entonces a la ciudad de Lisieux, donde se desarrolló toda la vida de la santa. Más tarde Teresa, sufriendo una enfermedad nerviosa grave, se curó gracias a una gracia divina, que ella misma definió como “la sonrisa de la Virgen” (ibid., 29v-30v). Recibió la Primera Comunión, vivida intensamente (ibid., 35r), y puso a Jesús Eucaristía en el centro de su existencia.
La “Gracia de la Navidad” del 1886 marcó el punto de inflexión, lo que ella llamó su “completa conversión” (ibid., 44v-45r). De hecho, se curó totalmente de su hipersensibilidad infantil e inició una “carrera de gigante”. A la edad de 14 años, Teresa se acercó cada vez más, con gran fe, a Jesús Crucificado, y se tomó muy en serio el caso, aparentemente desesperado, de un criminal condenado a muerte e impenitente (ibid., 45v-46v). “Quería a toda costa impedirle que fuese al infierno”, escribió la Santa, con la certeza de que su oración lo habría puesto en contacto con la Sangre redentora de Jesús. Es su primera y fundamental experiencia de maternidad espiritual: “Tanta confianza tenía en la Misericordia Infinita de Jesús”, escribió. Con María Santísima, la joven Teresa ama, cree y espera con “un corazón de madre” (cfr PR 6/10r).
En noviembre de 1887, Teresa va de peregrinación a Roma junto a su padre y a su hermana Celina (ibid., 55v-67r). Para ella, el momento culminante es la Audiencia del Papa León XIII, al que pide el permiso de entrar, con apenas 15 años, en el Carmelo de Lisieux. Un año después, su deseo se realizó: se hace Carmelita, “para salvar las almas y rezar por los sacerdotes” (ibid., 69v). Al mismo tiempo, comienza la dolorosa y humillante enfermedad mental de su padre. Es un gran sufrimiento que conduce a Teresa a la contemplación del Rostro de Jesús en su Pasión (ibid., 71rv).
De esta manera, Su nombre de religiosa -sor Teresa del Niño Jesús y del Rostro Santo- expresa el programa de toda su vida, en la comunión con los Misterios centrales de la Encarnación y de la Redención. Su profesión religiosa, en la fiesta de la Natividad de María, el 8 de septiembre de 1890, es para ella un verdadero matrimonio espiritual en la “pequeñez” del Evangelio, caracterizada por el símbolo de la flor: “¡Qué bella fiesta la Natividad de María para convertirme en la esposa de Jesús!” -escribe-. Era la pequeña Virgen Santa de un día, que presentaba su pequeña flor al pequeño Jesús (ibid., 77r). Para Teresa, ser religiosa significa ser esposa de Jesús y madre de las almas (cfr Ms B, 2v). El mismo día, la santa escribió una oración que indica la orientación de su vida: pide al Jesús el don de su Amor infinito, de ser la más pequeña, y sobre todo pide la salvación de todos los hombres: “Que ningún alma se condene hoy” (Pr 2). De gran importancia es su Oferta al Amor Misericordioso, hecha en la fiesta de la Santísima Trinidad de 1985 (Ms A, 83v-84r; Pr 6): una ofrenda que Teresa comparte enseguida con sus hermanas siendo ya vicemaestra de novicias.
Diez años después de la “Gracia de Navidad”, en 1896, llega la “Gracia de Pascua”, que abre el último periodo de la vida de Teresa, con el inicio de su pasión profundamente unida a la Pasión de Jesús; se trata de la Pasión del cuerpo, con la enfermedad que la condujo a la muerte a través de grandes sufrimientos, pero sobre todo se trata de la pasión del alma, con una muy dolorosa prueba de la fe (Ms C, 4v-7v). Con María al lado de la Cruz de Jesús, Teresa vive ahora la fe más heroica, como luz en las tinieblas que le invaden el alma. La Carmelita tiene la conciencia de vivir esta gran prueba para la salvación de todos los ateos del mundo moderno, llamados por ella “hermanos”. Vivió, entonces, más intensamente el amor fraterno (8r-33v): hacia las hermanas de su comunidad , hacia sus dos hermanos espirituales misioneros, hacia los sacerdotes y todos los hombres, especialmente los más alejados. ¡Se convierte en una “hermana universal”! Su caridad amable y sonriente es la expresión de la alegría profunda cuyo secreto nos revela: “Jesús, mi alegría es amarte a Ti” (P 45/7). En este contexto de sufrimiento, viviendo el más grande amor en las más pequeñas cosas de la vida cotidiana, la santa lleva a su total cumplimiento, su vocación de ser el Amor en el Corazón de la Iglesia (cfr Ms B, 3v).
Teresa murió la noche del 30 de septiembre de 1897, pronunciando las sencillas palabras: ¡Dios mío, os amo!”, mirando el crucifijo que apretaba con sus manos. Estas últimas palabras de la santa son la clave de toda su doctrina, de su interpretación del Evangelio. El acto de amor, expresado en su último aliento, era como la respiración continua de su alma, como los latidos de su corazón. Las sencillas palabras: Jesús, te amo” son el centro de todos sus escritos. El acto de amor a Jesús la introduce en la Santísima Trinidad. Ella escribió: “Ah, tú lo sabes, Divino Jesús, Te amo,/ El espíritu de Amor me inflama con su fuego, /Y amándote a Ti, me atraigo al Padre” (P 17/2).
Queridos amigos, también nosotros con santa Teresa del Niño Jesús, debemos poder repetir cada día al Señor, que queremos vivir de amor a Él y a los demás, aprender en la escuela de los santos a amar de una forma auténtica y total. Teresa es uno de los “pequeños” del Evangelio que se dejan llevar por Dios en la profundidad de su Misterio. Una guía para todos, sobre todo para los que, en el Pueblo de Dios, desarrollan el ministerio de teólogosCon la humildad y la caridad, la fe y la esperanza, Teresa entra continuamente en el corazón de las Sagradas Escrituras que contiene el Misterio de Cristo. Y esta lectura de la Biblia, nutrida por la ciencia del amor, no se opone a la ciencia académica. La ciencia de los santos, de hecho, de la que ella habla en la última página de Historia de un alma, es la ciencia más alta: “Todos los santos la han entendido y en particular, quizás, aquellos que llenaron el universo con la irradiación de la doctrina evangélica. ¿No es quizás, por la oración que los Santos Pablo, Agustín, Juan de la Cruz, Tomás de Aquino, Francisco, Domingo y tantos otros ilustre Amigos de Dios obtuvieron esta ciencia divina que fascina a los genios más grandes?” (Ms C, 36r). Inseparable del Evangelio, la Eucaristía es para Teresa el Sacramento del Amor Divino que desciende hasta el extremo para levantarnos hasta Él. En su última Carta, la Santa escribe estas sencillas palabras sobre la imagen que representa Jesús Niño en la Hostia consagrada: “¡No puedo temer a un Dios que por mí se ha hecho tan pequeño! (…) ¡Yo lo amo! ¡De hecho, Él no es más que Amor y Misericordia!”(LT 266).
En el Evangelio, Teresa descubre sobre todo la Misericordia de Jesús, hasta el punto de afirmar: “¡Él me ha dado su Misericordia infinita, a través de ésta contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! (…) Y entonces todas me parecen radiantes de amor, la Justicia misma (y quizás mucho más que cualquier otra), me parece revestida de amor”(Ms A, 84r). Así se expresa también en las últimas líneas de la Historia de un alma: “Apenas hojeo el Santo Evangelio, enseguida respiro el perfume de la vida de Jesús y sé hacia donde correr… No es al primer lugar, sino al último al que me dirijo… Sí lo siento, incluso si tuviese sobre la conciencia todos los pecados que se pueden cometer, iría con el corazón destrozado por el arrepentimiento, a lanzarme en los brazos de Jesús, porque sé cuanto ama al hijo pródigo que vuelve a Él” (Ms C, 36v-37r). “Confianza y Amor” son por tanto el punto final del relato de su vida, dos palabras que como faros, han iluminado todo su camino de santidad, para poder guiar a otros sobre su mismo“pequeño camino de confianza y amor”, de la infancia espiritual (cf Ms C, 2v-3r; LT 226). Confianza como la del niño que se abandona en las manos de Dios, inseparable por el compromiso fuerte, radical del verdadero amor, que es el don total de sí mismo, para siempre, como dice la santa contemplando a María: “Amar es dar todo, y darse a sí mismo” (Perché ti amo, o Maria, P 54/22). Así teresa nos indica a todos nosotros que la vida cristiana consiste en vivir plenamente la gracia del Bautismo en el don total de sí al Amor del Padre, para vivir como Cristo, en el fuego del Espíritu Santo, Su mismo amor por los demás.


SANTA TERESITA Y LOS PONTÍFICES DEL SIGLO XX Y XXI



1. LEÓN XIII (1878-1903)


Teresa, siendo aun adolescente, acudió personalmente a Roma el 20 de noviembre de 1887 para pedir a León XIII permiso para entrar en el Carmelo con sólo 15 años. Cuando apareció la “Historia de un Alma” en octubre de 1898, el Carmelo de Lisieux hizo llegar dos ejemplares a Roma. León XIII leyó y recomendó el libro a otros, e hizo saber a la priora del Carmelo que le había agradado el homenaje, llegando a escribir: “He tenido el mayor placer de mi vida leyendo la Historia de un Alma”.



2. S. PÍO X (1903-1914)

El 15 de marzo de 1907, el Papa recibió la edición francesa de la “Historia de un Alma” El regalo fue muy apreciado. En 1910 le ofrecieron la traducción italiana y escribió una carta autógrafa de agradecimiento a la Priora del Carmelo de Florencia, en la que decía: “Teresa ha florecido como un lirio, ha extendido su olor agradable y ha producido una floración extraordinaria de gracias divinas”. Antes de iniciarse el proceso de beatificación, en una audiencia pública, como respuesta a un obispo misionero que le regaló un cuadro de Teresa, exclamó: “He aquí la santa más grande de los tiempos modernos”. A quien le hizo notar que en su vida no había nada de extraordinario, el mismo Papa le respondió: “Esta extrema sencillez es precisamente lo que hay de más extraordinario y notable en esta alma. Abrid vuestra teología”.
A pesar de que las leyes canónicas exigían entonces un mínimo de 50 años desde la muerte de una persona, antes de iniciar el proceso de beatificación, Pío X lo puso en marcha. Poco antes de fallecer, el 10 de junio de 1914 dio su “visto bueno” favorable a la sentencia de la Sda. Congregación de Ritos que concluía el proceso Informativo y designaba la Comisión del Proceso Apostólico.

3. BENEDICTO XV (1914-1922)


El 14 de agosto de 1921 aprobó el decreto de Heroicidad de virtudes y, ante los componentes del Dicasterio romano, trazó un verdadero panegírico de la nueva bienaventurada tomando como eje de su intervención el “Camino de la santa Infancia”. Allí el Papa decía: “No hay persona que conozca un poco la vía de Teresita, que no se una a este camino de la infancia espiritual... (el cual) excluye, de hecho, el sentimiento de soberbia o de autosuficiencia, la presunción de alcanzar por medios humanos fines sobrenaturales y la engañosa veleidad de sentirse suficientes a la hora de la tentación o peligro. Por otra parte, supone una fe muy viva en la existencia de Dios y una confianza incondicional ante la divina Providencia de quien nos obtiene la gracia de evitar el mal y practicar el bien... (Teresa) no estuvo formada en grandes estudios humanos, sin embargo tuvo la ciencia tanto de vivir como de enseñar a otros este precioso camino de salvación”.

4. PÍO XI (1922-1939)

Los lazos que unieron a Pío XI con Teresa fueron muy profundos. El 11 de febrero de 1923, durante la promulgación del Decreto de aprobación de los milagros para la Beatificación, declaró a Teresa la “estrella” de su Pontificado, “milagro de virtudes y prodigio de milagros, verdadera flor de amor venida del cielo sobre la tierra, para maravillar al cielo y a la tierra”. El 30 de abril, al día siguiente de la beatificación de Teresita, el Santo Padre retomaba esta expresión: “Henos aquí a la luz de esta estrella -como a Nosotros nos gusta llamarla-, en quien la mano de Dios ha querido resplandecer, al comienzo de nuestro Pontificado, un presagio y una promesa de protección de la cual Nos tenemos ya dichosa experiencia”.
En el Decreto de Beatificación, escribe: “Teresa nos enseña la dulce y sincera humildad de corazón, la fidelidad total a los deberes de estado, sean los que sean y en la esfera que sean, en cualquier grado de la jerarquía humana en que Dios nos ha colocado, y nos mande a trabajar, la aceptación de todos los sacrificios, y el total abandono confiado en manos de Dios y, por encima de todo, la caridad verdadera, el real amor a Dios, la ternura verdadera por Jesucristo, respondiendo a la misma que El tuvo y que nos ha testimoniado. Tal es la lección que Teresita nos ofrece hoy, a fin de que podamos elevar nuestras aspiraciones a la perfección de la vida cristiana... Ella es una Palabra de Dios para el mundo de hoy”.
El 17 de mayo del Año Santo de 1925 canonizó a la Santita. Se pueden leer en la Bula de canonización palabras altamente elogiosas no sólo de su santidad sino también de la novedad de su doctrina: “La doctrina más importante de Teresa es la Infancia espiritual, que supone la más entera y filial confianza y lleva a la total entrega en manos del Padre Misericordioso, tan amado... Este Camino de la Infancia espiritual según el Evangelio, lo enseñó a las otras hermanas... y, luego, a través de sus escritos llenos de celo apostólico, enseñó el camino de la sencillez evangélica, con santo entusiasmo, a todo el mundo”.
El 14 de diciembre de 1927, en respuesta a una petición de numerosos obispos misioneros, declaró a Sta. Teresa “Patrona Universal de las Misiones”. El 11 de julio de 1937, el entonces cardenal Eugenio Pacelli, su legado, bendecía la Basílica de Lisieux, Pío XI se unía al acto y a la muchedumbre de peregrinos enviando un ferviente mensaje radiofónico.

5. PÍO XII (1939-1958)


Cuando aun era Secretario de Estado, Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, ya mantenía excelentes relaciones con Lisieux y nuestra Santa. Al bendecir su Basílica, como legado papal, dijo: “Teresa ha sabido trazar un camino nuevo. Su ciencia de las cosas divinas no la ha guardado para ella sola. Nos ha dicho claramente: Mi misión es hacer amar a Nuestro Padre, como yo le amo y enseñar mi pequeño camino a las almas. He aquí uno de los más maravillosos aspectos bajo los cuales aparece esta fisonomía tan atractiva de la pequeña carmelita, desde lo oculto de su convento da un ejemplo al mundo, a este siglo tan orgulloso de sus inventos y de su ciencia. Ella tiene una misión, tiene una doctrina. Pero su doctrina, como su persona, es humilde y sencilla, se encierra en dos palabras: infancia espiritual... Esta joven carmelita ha conquistado en menos de medio siglo numerosos discípulos. Grandes doctores de la ley se han hecho discípulos de su escuela, el Pastor Supremo la ha exaltado, y en este preciso momento hay desde un extremo al otro del mundo, millones de almas cuya vida interior ha sido transformada por la influencia benéfica de su libro Historia de un Alma”.
El 23 de marzo de 1938 el Cardenal Pacelli ponía en evidencia los lazos estrechos existentes entre la Santa y la vida sacerdotal, exhortando a los seminaristas a recurrir frecuentemente a su protección. Cuando llegó a ser papa, Pío XII, continuó manifestado su adhesión en numerosas ocasiones a la doctrina de Santa Teresita.
El 11 de julio de 1954, en un largo radiomensaje con ocasión de la consagración de la Basílica de Lisieux, después de hacer memoria del 11 de julio de 1937, cuando él mismo bendecía la Basílica, el Papa proseguía: “Si la Providencia nos ha permitido la extraordinaria difusión de su culto ¿acaso no es porque nos ha transmitido y nos transmite siempre un mensaje de admirable profundidad espiritual y un testimonio único de humildad, confianza y de amor?... En el seno de un mundo imbuido de sí mismo, de descubrimientos científicos y de virtuosidades técnicas... Teresa de Lisieux aparece con las manos vacías, sin fortuna, honor, influencia, eficacia temporal, nada que atraiga, nada que la aparte de Dios sólo y su Reino... Pero en desquite el Señor la introduce en su casa, le confía sus secretos. Y después de haber vivido silenciosa y oculta, ahora se dirige a toda la humanidad, a los ricos y a los pobres, a los grandes y a los humildes”.

6. JUAN XXIII (1958-63)

Teresa del Niño Jesús aparecía constantemente en sus declaraciones. Le gustaba mucho hablar de la relación entre Teresa de Avila y Teresa de Lisieux. Sirva de ejemplo su discurso en la audiencia del 16 de octubre de 1960: “Grande fue Teresa de Avila por haber afirmado de una manera espléndida el dinamismo de la santificación en la reforma del cristianismo; grande fue Teresa de Lisieux por haber, en su humildad, simplicidad y abnegación constante, cooperado en la empresa y trabajo de la gracia por el bien de innumerables fieles. A este propósito y, deseando dar una comparación adecuada, el santo Padre se complace en recordar cuántas veces ha tenido la posibilidad de mirar el puerto de Constantinopla. Enormes navíos cargados de mercancías llegaban y algunos en razón de su gran tonelaje no podían aproximarse al muelle. Así al lado de cada uno de estos navíos, se encontraban otros más pequeños. A simple vista parecían inútiles o secundarios, superfluos, pero, de hecho, eran los que hacían posible la descarga de mercancías de los grandes navíos hasta el muelle. Así, la doctrina de Teresa del Niño Jesús ayuda mucho a los fieles a comprender la doctrina y la santidad de la vida cristiana como la expresa la gran Teresa de Avila. Teresita cumple su misión de una forma más discreta, pero ¡cuán preciosa para que las almas puedan llegar a los misterios y riquezas de Dios!”.

7. PABLO VI (1963 -78)



Siempre afirmó que él le debía todo a Santa Teresita. Ella, antes de morir, había dicho que ofrecía sus últimos sufrimientos por los niños que serían bautizados en ese día. A él le gustaba recordar que fue bautizado mientras Santa Teresita fallecía, el 30 de septiembre de 1897. Las citas explícitas o implícitas a su doctrina y ejemplo se encuentran en casi todas sus intervenciones.
El 29 de diciembre de 1971 afirmaba: “Teresita de Lisieux nos ha enseñado el espíritu de la infancia espiritual, una de las corrientes espirituales más vivas de la actualidad; allí no hay nada de pueril o afectado. Procede de estas palabras de Jesús, paradójicas, pero siempre divinas: Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los Cielos. Los fundamentos evangélicos de esta espiritualidad no podrían estar mejor asegurados”.
Con ocasión del primer Centenario del nacimiento de Teresa (1873-1973) escribió una carta, en la que presentaba a la Santa como una “luz providencial” para los hombres de nuestro tiempo. “Muchos prueban duramente los límites de sus fuerzas físicas y morales; se sienten impotentes ante los inmensos problemas del mundo, del cual se sienten justamente solidarios. El trabajo diario parece aplastante, oscuro, inútil... El sentido de la vida puede no aparecer muy claro, el silencio de Dios, como se suele decir, parece hacerse opresor... A unos y a otros, Teresa del N.J. les enseña a no mirarse a sí mismos, sino a mirar y centrarse en el Amor misericordioso de Cristo, que es mucho más grande que nuestro corazón, y nos asocia a la ofrenda de su pasión y al dinamismo de su Vida. Puede enseñar a todos el Camino de la Infancia espiritual, que está en las antípodas de la puerilidad o el infantilismo, la pasividad o la tristeza... Exhortamos vivamente a todos los sacerdotes, educadores y predicadores, así como a los teólogos, a escrutar esta doctrina espiritual del Sta. Teresita del Niño Jesús”.

8. JUAN PABLO I (1978)


Escribió sobre ella en numerosas ocasiones mientras era Patriarca de Venecia y le dedicó una de las cartas más características de su libro “Ilustrísimos señores”







9. JUAN PABLO II (1978...)

Muchas han sido sus intervenciones recurriendo a la doctrina de Teresa de Lisieux. Poco después de su elección, decía a los peregrinos franceses: “Sin entrar vosotros en el Carmelo, tenéis una vida de laicos cristianos. A ejemplo de Santa Teresa, convertíos resueltamente a la oración y al espíritu misionero. Sí, organizad aun más vuestra vida diaria, semanal y mensual, para respirar a Dios, de cualquier forma, en el silencio, en la oración y meditación; incrementad vuestro ardor misionero”.
En 1980 pronunció en la Basílica de Lisieux una homilía memorable: “El Espíritu de Dios ha permitido a Teresa revelar directamente a todos los hombres el misterio fundamental, la realidad del Evangelio: el hecho de haber recibido el espíritu de hijo adoptivo que nos hace gritar ¡Abba!... ¿Qué verdad del mensaje evangélico es más fundamental y universal que ésta? ¡Dios es nuestro Padre, y nosotros somos hijos!... Cuando murió víctima de la tuberculosis, que largo tiempo atrás había incubado, era casi una niña. Nos has dejado el recuerdo de una niña. Fue una niña. Pero una niña confiada hasta el heroísmo”.
El pensamiento de Teresa de Lisieux aparece en los mensajes anuales de las Jornadas Misioneras Mundiales. En 1984 nos dice: “Santa Teresa del Niño Jesús, prisionera del Amor en el Convento del Carmelo, había deseado recorrer el mundo entero e implantar la cruz de Cristo en todo lugar. Ha concretizado el carácter universal y apostólico de sus deseos en el sufrimiento aceptado y en la ofrenda preciosa de ella misma como víctima al Amor misericordioso. Sufrimiento que alcanza su culmen y al mismo tiempo el más alto grado de fecundidad apostólica en el martirio del espíritu, en el tormento de la oscuridad de la fe, ofrecido de manera heroica, para obtener la luz de la fe para todos sus hermanos sumidos en las tinieblas”.
En el mensaje a los Jóvenes del Encuentro de París de 1997, el Papa escribía: “Teresa es una santa joven, que propone hoy un anuncio sencillo y sugestivo, lleno de maravillas y de gratitud: Dios es amor y cada persona es amada por Dios, y Dios Padre espera ser escuchado y amado por cada uno. Un mensaje que vosotros, jóvenes de hoy, estáis llamados a acoger y a gritarlo a otros jóvenes: Todo hombre es amado por Dios. Tal es el anuncio sencillo y transformante que la Iglesia desea dar al hombre de hoy”.
En el discurso de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud de París, el 22 de agosto de 1997, dijo: “En el momento de esta clausura tengo que evocar la figura de Teresa de Lisieux, que entró en la Vida justamente hace cien años. Esta joven carmelita fue totalmente poseída del Amor de Dios. Ella vivió radicalmente la ofrenda de sí misma en respuesta al Amor de Dios. En la sencillez de la vida diaria supo igualmente practicar el amor fraterno. A imitación de Jesús supo aceptar sentarse a los pies de los pecadores, sus hermanos para que fueran purificados por el amor, que a ella misma animaba, por el ardiente deseo de ver a todos los hombres esclarecidos por la luz de la fe. Teresa ha conocido el sufrimiento y la prueba en su fe pero ha permanecido fiel porque en su inteligencia espiritual ha sabido que Dios es justo y misericordioso; poseída sólo del amor recibido de Dios, mucho más que cualquier criatura puede proporcionar. Hasta el fin de la noche puso su esperanza sólo en Jesús, el Siervo Sufriente que entregó su vida por los pecadores... La enseñanza de Teresa, verdadera ciencia de amor, es la expresión luminosa de su conocimiento del misterio de Cristo y de su experiencia personal de la gracia; ayuda a los hombres y mujeres de hoy, y ayudará a los de mañana a percibir mejor los dones de Dios y a vivir la Buena Nueva de su Amor infinito... Respondiendo a numerosas encuestas y consultas, y después de cuidadosos estudios, tengo la alegría de anunciaros, que, el domingo de las misiones, 19 de octubre, y en la Basílica de S. Pedro de Roma, yo proclamaré a Sta. Teresa del Niño Jesús y de la santa Faz, Doctora de la Iglesia Universal. He querido anunciarlo solemnemente aquí, en este acto, porque Teresa es una santa joven y representa a nuestro tiempo y os conviene particularmente a vosotros los jóvenes: en la escuela del Evangelio ella os abre el camino de la madurez cristiana, os llama a una infinita generosidad, os invita a permanecer en el corazón de la Iglesia, y a ser los testigos y discípulos ardientes de Cristo”.
Con ocasión de esta proclamación del Doctorado de Teresa, Juan Pablo II publicó la Carta Apostólica “Divini Amoris Scientia”. En el curso de la Misa pronunció una homilía notable, subrayando la actualidad y universalidad del mensaje de la Santa: “Entre los doctores de la Iglesia, Teresa del N.J. y de la santa Faz es la más joven, pero su ardiente itinerario espiritual, tanta madurez en sus intuiciones de la fe expresadas en sus escritos, la hacen merecedora de tener un puesto entre los grandes maestros y doctores de la Iglesia... Su camino espiritual es en realidad muy exigente, como lo es el Evangelio. Pero es un camino penetrado del sentido de abandono confiado en el Padre, confiado a la misericordia divina, que hace más ligera la entrega espiritual, más rigurosa... Teresa de Lisieux es una Santa que permanece joven, a pesar de los años que pasen, y se propone como un modelo eminente y un guía para el camino cristiano de nuestro tiempo...”

Autor: P. EduardoSanz, ocd.


El Arcángel S. Miguel, copatrono de nuestra Comunidad.


San Miguel Arcangel. Copatrono de nuestra Comunidad, junto a Ntro. Padre y Señor S. José y a nuestra santa Madre Teresa de Jesús.
Príncipe de los ángeles fieles al Señor. Su nombre significa: «¿Quién como Dios?». En la Sagrada Escritura, aparece en el Libro de Daniel, en la Epístola del Apóstol Judas y en el Apocalipsis. Como a Gabriel y Rafael, se le llama «arcángel» en un sentido puramente genérico; son los enviados por Dios como mensajeros de su Voluntad Divina.

Aunque la mentalidad moderna se rebele a ello, es cierto que Dios, al componer el poema de la Historia humana, concede lugar de preferencia a los espíritus angélicos. Miguel es entre ellos un astro de primera magnitud, figura principal entre los que sirven inmediatamente al trono del Señor y bajan a la tierra para anunciar o hacer cumplir sus designios. Protector del pueblo de Dios, de Israel, en la antigua Ley; de la Iglesia de Cristo en el Nuevo Testamento. En la Sagrada Escritura ha hallado su fundamento la piedad popular de todos los tiempos para erigir a San Miguel en Príncipe de los ejércitos celestiales, guerrero victorioso en las luchas cósmicas contra el espíritu rebelde, el dragón de las tinieblas.
Daniel, el profeta de las revelaciones angélicas, nos da a conocer el nombre de nuestro arcángel. Miguel, llamado gran jefe de los israelitas, lucha por la liberación del pueblo de Dios, desterrado y sometido al dominio persa. Allí mismo se habla de los príncipes de Persia y de Grecia, refiriéndose, según el común sentir, a los ángeles guardianes de estas naciones.
San Judas Apóstol, en su Carta Católica, cita el ejemplo del «Arcángel Miguel, disputando al demonio el cuerpo de Moisés». De nuevo, pues, aparece nuestro santo ángel como defensor del pueblo de Israel, al que Satanás querría desviar de su fe en el Señor.
El Apocalipsis, Carta Magna de la nueva Jerusalén, que es la Iglesia, nos presenta a San Miguel en su misión definitiva, culminante. Ante la aparición de la Mujer, símbolo de María y de la Iglesia, con su Hijo, en el cielo se traba una batalla.
Miguel y el Dragón frente a frente, el Arcángel fiel contra el soberbio Ángel de la luz. Cada uno manda un ejército de ángeles. Vence Miguel y el Dragón es sepultado en los infiernos.
De esta visión del profeta de Patmos se derivan las imágenes medievales del guerrero de alas brillantes con labrada armadura, al que no le falta la lanza que destruye al dragón, vencido a sus pies.
Toda la vida de la Iglesia militante fluye bajo el signo de la batalla, incorporada a la lucha entre Jesucristo y el demonio, entre el Redentor y el pecado.
En nuestra propia carne experimentamos la escisión. Nuestra gran fuerza es la gracia de Jesucristo, pero los ángeles son servidores de Cristo en la lucha de la Iglesia, y a su frente Miguel, el vencedor por excelencia.
La Iglesia misma le reconoce el título de defensor de sus huestes, le llama «ángel del Paraíso», «príncipe de las milicias espirituales», y en las letanías de los santos le asigna el primer lugar detrás de la Santísima Virgen. Su protección no nos abandona hasta después de la muerte.
En el momento solemne de ofrecer el sacrificio por sus difuntos, la Iglesia le invoca para que presente las almas a la luz santa del Juicio divino.
La devoción popular, que ha influido notablemente en estos textos litúrgicos y que, por otra parte, tiene ya precedentes en tradiciones judaicas, le considera como «pesador de las almas», y así le vemos en curiosas miniaturas de la Edad Media, con la balanza de la justicia divina en las manos, felizmente inclinado un platillo hacia la gloria del cielo.
Acontecimientos prodigiosos, ocurridos en Oriente y Occidente, contribuyeron a formar este hálito universal en torno a la figura del Arcángel. Es tradición oriental que, ya en los primeros decenios del cristianismo, salvó de la destrucción un templo dedicado a su honor en Colosae y que por su intervención milagrosa brotaron allí mismo aguas medicinales, por lo cual le honraban como médico celestial.
En Constantinopla tenía un templo dedicado a. su nombre y era también muy famoso el Mikaelion de Sostenión, cerca de la capital bizantina, donde, según tradición, Miguel había curado milagrosamente al emperador Constantino.
En Occidente también se apareció el Arcángel repetidas veces; sus apariciones más famosas son las del Monte Gárgano en Italia, alrededor del año 500, y la del monte Adriano, donde el año 611 el Papa Adriano IV le construye un oratorio, sobre el que sería más tarde Castillo de Sant'Ángelo.
En España alcanzó renombre su aparición en la serranía navarra de Aralar para ayudar al noble caballero don Teodosio de Goñi en lucha contra el dragón infernal.
El Mont Saint-Michel, en Normandía, con una abadía gótica dedicada a su honor, también testificó su ayuda para con los navegantes.
Hoy día ya no se dan tales apariciones aparatosas, pero el Arcángel se mantiene fiel a su misión de custodio de la Iglesia, como lo proclama la oración a él dirigida al fin de la Misa, preceptuada por León XIII.





Tomado de BEC http://multimedios.org/docs/d001420/

miércoles, 7 de septiembre de 2011

DIOS ESCUCHA SIEMPRE AL QUE GRITA EN LA ORACIÓN

Maravillosa catequésis de Su Santidad, esta mañana en la plaza de San Pedro, sobre el salmo 3. Muy necesaria, en estos momentos que vivimos, en los cuales nos podemos encontrar identificados con el salmista, que se ve asediado por infinidad de enemigos y pone su confianza en sólo Dios.

Texto completo de la Catequesis

Queridos hermanos y hermanas: hoy reanudamos las audiencias en la Plaza de San Pedro y en la ‘escuela de oración’, que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles, quisiera empezar a meditar sobre algunos Salmos, que como decía el pasado mes de junio, forman el ‘libro de oración’, por excelencia.

El primero, en que me detengo hoy, es un Salmo de lamentación y súplica, impregnado de profunda confianza, en el que la certeza de la presencia de Dios funda la oración, que brota de una condición de extrema dificultad en que se encuentra el orante. Se trata del Salmo 3, que la tradición hebraica atribuye a David, en el momento en que huye de su hijo Absalón (cfr v 1): es uno de los episodios más dramáticos y sufridos en la vida del rey, cuando su hijo usurpa el trono real y lo obliga a dejar Jerusalén, para salvar su vida (cfr 2 Sam 15 ss). La situación de peligro y de angustia experimentada por David es pues el telón de fondo de esta oración y ayuda a comprenderla, presentándose como la situación típica en la que un Salmo como éste se puede rezar. En el grito del Salmista, cada hombre puede reconocer esos sentimientos de dolor, de amargura y, al mismo tiempo, de confianza en Dios, que, según la narración bíblica, habían acompañado la fuga de David de su ciudad.

El Salmo comienza con una invocación al Señor: «Señor, ¡cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí! ¡Cuántos dicen de mí: ‘Ya no lo protege Dios!’» ( 2-3).

La descripción que el orante hace de su situación está marcada por tonos fuertemente dramáticos. Reitera tres veces la idea de multitud – numerosos, muchos, tantos – que en el texto original se dice con la misma raíz hebraica, subrayando así, una vez más, la enormidad del peligro, de forma repetitiva, casi como un martilleo. Esta insistencia sobre el número y amplitud de los enemigos sirve para expresar la percepción, de parte del Salmista, de la absoluta desproporción que existe entre él y sus persecutores, una desproporción que justifica y funda la urgencia de su solicitud de socorro: los enemigos son tantos, prevalecen, mientras el orante está solo e inerme, en poder de sus agresores. Y, sin embargo, la primera palabra que el Salmista pronuncia es ‘Señor’. Su grito comienza invocando a Dios. Una multitud incumbe y se levanta contra él, generando un temor que agiganta la amenaza, haciéndola parecer aún más grande y aterradora. Pero el orante no se deja vencer por esta visión de muerte, mantiene firme su relación con el Dios de la vida y, en primer lugar, se dirige a Él, buscando ayuda. Pero sus enemigos intentan incluso romper esta relación con Dios y doblegar la fe de su víctima. Insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni siquiera Dios puede salvarlo. La agresión no es sólo física, sino que alcanza la dimensión espiritual – el Señor no puede salvarlo, dicen – el núcleo central del alma del Salmista es agredido. Es la extrema tentación a la que el creyente es sometido: la tentación de perder la fe y la confianza en la cercanía de Dios.

El justo supera la última prueba, permanece firme en la certeza de la verdad y en la plena confianza en Dios y, propiamente así, encuentra la vida y la verdad. Y me parece que así el Salmo nos toca de forma muy personal, en tantos problemas. Estamos tentados de pensar que quizá tampoco Dios me puede salvar, no me conoce y tal vez no tiene la posibilidad. La tentación contra la fe es la última agresión del enemigo y a ello debemos resistir, de este modo encontramos a Dios y encontramos la vida. El orante de nuestro Salmo está llamado pues a responder con la fe a los ataques de los impíos: los enemigos niegan que Dios pueda ayudarlo, sin embargo, él lo invoca, lo llama por su nombre, ‘Señor’, y luego se dirige a Él con un ‘Tú’ enfático, que expresa una relación firme y sólida, que encierra en sí la certeza de la respuesta divina:

«Pero Tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su santo Monte» (4-5).

Ahora, la visión de los enemigos desaparece, ellos no han vencido, porque él que cree en Dios, está seguro que Dios es su amigo: queda sólo el ‘Tú’ de Dios, a los ‘muchos’ se contrapone ahora uno solo, pero mucho más grande y poderoso que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; protege como escudo a aquel que se encomienda a Él y hace que levante su cabeza, en gesto de triunfo y de victoria.

El hombre ya no está solo, los enemigos no son imbatibles como podía parecer, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su santo Monte. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda y Dios responde. Este entrelazarse entre grito humano y respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de lectura de toda la historia de la salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda y se apela a la fidelidad del otro; gritar quiere decir poner un gesto de fe en la cercanía y en disponibilidad a la escucha de Dios. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que en la respuesta salvífica de Dios se manifiesta en plenitud. Es importante que en la oración se encuentre la certeza de la presencia de Dios. Así, el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo envuelve con una protección invulnerable. El que piensa que ya está perdido puede levantar la cabeza, porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y burlado está en la gloria, porque Dios es su gloria.

La respuesta divina que acoge la oración dona al Salmista una seguridad total; es en definitiva también el miedo, y el grito se aquieta en la paz, en una profunda tranquilidad interior: “Yo me acuesto y me duermo, y me despierto tranquilo porque el Señor me sostiene. No temo a la multitud innumerable, apostada contra mí por todas partes” (v.v. 6-7). El orante, incluso en medio del peligro de la batalla, puede dormirse tranquilo, en una total actitud de abandono confiado. En torno a él, los adversarios acampan, lo asedian, son muchos, se erigen contra él, se burlan e intentan hacerlo caer, pero él en cambio se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y cuando se despierta, encuentra a Dios aún a su lado, como guardián que no duerme (cfr Sal 121, 3-4), que lo sostiene, le da la mano, no lo abandona jamás. El miedo a la muerte es vencido por la presencia de Aquel que no muere. Y precisamente la noche, poblada de temores atávicos, la noche dolorosa de la soledad y de la espera angustiada, ahora se transforma: aquello que evoca la muerte se convierte en presencia de lo Eterno.

A la vista del asalto enemigo, maciso, imponente, se contrapone la invisible presencia de Dios, con toda su invencible potencia. Y es a Él que de nuevo el Salmista, después de sus expresiones de confianza, dirige su oración: “¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!” (V. 8ª) Los agresores “se levantan” (Cfr. V.2) contra su víctima, quien en cambio, “se alzará” es el Señor, y será para abatirlos. Dios lo salvará, respondiendo a su grito. Por esto el Salmo se cierra con la visión de la liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacer perecer. Después de la petición dirigida al Señor de alzarse para salvar, el orante describe la victoria divina: los enemigos que, con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo aquello que se opone al Señor y a su plan de salvación, vienen derrotados. Golpeados en la boca, no podrán ya agredir con su destructiva violencia y ya no podrán insinuar el mal de la duda en la presencia y en la acción de Dios: su hablar insensato y blasfemo viene definitivamente desmentido y reducido al silencio con la intervención salvífica del Señor (cfr v. 8bc). Así el Salmista puede concluir su oración con la frase de las connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y en la alabanza, el Dios de la vida: ¡En ti, Señor, está la salvación, y tu bendición sobre tu pueblo (v.9).

Queridos hermanos y hermanas el Salmo 3 nos ha presentado una súplica llena de confianza y de consolación. Rezando este Salmo, podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su cumplimiento. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza consoladora de la fe. Dios está siempre cercano -incluso en las dificultades, en los problemas, en la oscuridad de la vida- escucha, responde, salva, a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David en su fuga humillante del hijo Absalom, como el justo perseguido en el Libro de la Sabiduría y, por último y cumplidamente, como el Señor Jesús, en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la verdadera gloria y la definitiva realización de la salvación.

Que el Señor nos de fe, venga en ayuda de nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de rezar ante la angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días del dolor, abandonándonos con confianza a Él, nuestro “escudo” y nuestra “gloria”. ¡Gracias!

jueves, 1 de septiembre de 2011

STA. TERESA MARGARITA (Redi) Carmelita Descalza


Deus caritas est.

Innumerables son los Santos y Santas, unos en los altares y otros escondidos, que el Carmelo ha dado. Hoy, 1 de septiembre, la Iglesia celebra a uno de esos Santos que brilla con luz propia no sólo en el firmamento de la Iglesia Triunfante sino también en la Iglesia militante, aquí en le tierra... Sta. Teresa Margarita del Sagrado Corazón de Jesús.

Ana María Redi nació el 15 de julio de 1747 en Arezzo, Italia.

Desde pequeña solía preguntar a su madre, a su padre y a todos los que podía:"¿Quién es Dios?". Las respuestas que le daban le resultaban insuficientes, ya que le decían qué es Dios y no quién es Dios. Pero esa insatisfacción se volvió un gozo inmenso cuando, un día, su madre le dijo que Dios es amor. Pero tras aquella reveladora afirmación surgió en Ana María otra cuestión: "¿Qué puedo hacer yo para complacer a Dios?" Y a partir de este momento, Ana María comenzó una lucha incesante para amar a Dios como Él la amaba.

Un día mientras regresaba de la Iglesia con su padre, la pequeña Ana María le dijo: "He estado pensando en el texto que se ha predicado el domingo, el del siervo injusto. Llegamos ante el Rey de los cielos con las manos vacías, en deuda con él por todo: la vida misma, la gracia, todos los dones que nos prodiga… Todo lo que podemos decir es: “Ten paciencia conmigo, y te pagaré todo lo que debo”. Pero nunca podríamos pagar nuestras deudas, si Dios no pone en nuestras manos los medios para hacerlo… Y, ¿cuántas veces nos alejamos y negamos a nuestro prójimo el perdón por un ligero error, negando nuestro amor, estando distantes, o incluso criticándolos y con rencores que enfrían la caridad?".

A la edad de nueve años, Ana María fue enviada a la escuela de las monjas benedictinas de Santa Apolonia, en Florencia. En los años que pasó en la escuela poco se diferenció del resto de sus compañeras. Y es que Ana María quería pasar totalmente desapercibida, manteniendo oculta su vida interior. Las razones que la llevaron a ello fueron dos. La primera fue que desde pequeña comprendió que "los méritos de una buena acción disminuyen cuando se expone a los ojos de otras personas, cuyos elogios, nos halagan o agradan demasiado nuestro amor propio y orgullo. Por lo tanto, es necesario hacerlo todo sólo por Dios". La segunda razón fue, imitar la vida oculta de la Sagrada Familia, la cual no difería en nada de las otras familias de la pequeña aldea de Nazaret. Desde ese momento el lema de su vida fue "vivir escondida con Cristo en Dios".

A la edad de dieciséis años su estancia en Santa Apolonia estaba llegando a su fin. Ana María se enfrenta a diversas dificultades para tomar una decisión sobre su futuro… Se sentía preparada para la vida religiosa y quería a las monjas benedictinas de Sta. Apolonia… aunque sentía que faltaba algo. Un incidente extraño y singular encaminaría a Ana María al Carmelo.

Un día, una conocida de Ana María, Cecilia Albergotti, que estaba a punto de entrar en el Carmelo, fue a Santa Apolonia a despedirse de las Religiosas y de las alumnas. Ana María pidió hablar un momento con Cecilia, pero el tiempo pasó y no tuvo ocasión para hacerlo. Sin embargo, cuando Cecilia estaba a punto de irse, tomó la mano de Ana María y la miró sin decir nada. Y se fue. Ana María volvió a su habitación con un extraño sentimiento interior... Entonces, oyó unas palabras: "Yo soy Teresa de Jesús, y te quiero entre mis hijas." Confundida y asustada, Ana María se fue a la capilla. Y allí, a los pies del Santísimo Sacramento, volvió a oír las mismas palabras otra vez.

Ana María comenzó inmediatamente a hacer planes para salir de la escuela. Y se fue a casa durante unos meses para preparar su entrada en el Carmelo de Florencia, donde entró el 1 de septiembre de 1764, unas semanas después de su decimoséptimo cumpleaños, con el nombre de Teresa Margarita del Corazón de Jesús.

Tras su Profesión Solemne, Teresa Margarita fue nombrada ayudante de la enfermería, oficio por el que sentía una especial atracción ante la constante caridad que dicho oficio exigía, pues para ella "el amor al prójimo consiste en el servicio."

Sor Teresa Margarita en su anhelo por demostrar a Dios su amor, desde su entrada en el Carmelo practicaba numerosas penitencias: dormía en el suelo, abría las ventanas en invierno y las cerraba en verano, etc. Pero a medida que fue creciendo interiormente, modificó estas prácticas y se propuso "recibir siempre, con la misma alegría, como venido de la mano de Dios, tanto el consuelo como el sufrimiento, tanto la paz como la angustia, tanto la salud como la enfermedad. No pedir nada, no rehusar nada, pero siempre estar dispuesta para hacer y padecer todo lo que envíe la Providencia."

Al mismo tiempo Sor Teresa Margarita pensaba que sólo se puede encontrar a Dios cuando se busca sólo a Dios. Por ello tomó la siguiente resolución: "Me determino a no tener otro propósito en todas mis actividades, ya sean interiores o exteriores, más que la de amar, preguntándome constantemente: “¿Qué estoy haciendo ahora? ¿Estoy amando a Dios?” Y si advierto cualquier desviación en ese amor puro, he de reconducir mi amor a Su Amor". En cuanto el amor al prójimo, decidió "comprender sus problemas, excusar sus faltas, siempre hablar bien de ellos, y nunca faltar contra la caridad de pensamiento, de palabra o de obra."

El 28 de junio de 1767, Sor Teresa Margarita recibió la gracia de comprender el amor de Dios. Ese día, mientras la comunidad recitaba la Hora Canónica de Tercia, se leyeron las palabras “Deus Caritas est” (Dios es Amor). A Teresa Margarita le pareció que las escuchaba por primera vez. Entonces Dios le reveló el profundo significado de esas palabras. Y aunque trató de ocultar esta gracia, todas se dieron cuenta de que algo extraordinario había ocurrido.

Durante los días siguientes, la Hermana Teresa Margarita, no cesaba de repetir que "Dios es Amor". Estaba tan fuera de sí que la Comunidad avisó al Provincial de los Carmelitas para que la examinase, por si sufría de "melancolía". Después de examinarla el Provincial dijo: "¡Estaría muy feliz de ver a cada hermana de la comunidad afectada por una “melancolía” como la de Sor Teresa Margarita!"

Esta gracia, sin embargo, fue el inicio de una gran prueba espiritual para Hermana Teresa Margarita, la cual siempre había deseado devolver a Dios “amor con amor”... Y es que tras haber vivido la experiencia mística del amor de Dios, comprendió el abismo existente entre el Amor de Dios hacia ella y el amor de ella hacia Dios. Esto constituyó una verdadera noche oscura para Sor Teresa Margarita.

El P. Ildefonso, que se había convertido en la primavera de 1768, en confesor y director espiritual de Sor Teresa Margarita, escribiría respecto a esta noche oscura: “Lo que torturaba su alma, era su amor. Y es que a medida que éste iba aumentando, se iba ocultando a los ojos de su espíritu… Por lo que, aunque ella amaba, pensaba que no. En la medida que el amor crecía en su alma, en la misma medida aumentaba su deseo de amar y aumentaba el dolor al pensar que no amaba”.

La noche del 6 de marzo de 1770, Sor Teresa Margarita llegó tarde de la enfermería a cenar, tomando sola la frugal cena de Cuaresma. Cuando regresaba a su celda, se desmayó a causa de un fuerte dolor abdominal. Las Hermanas la llevaron a su celda y llamaron al médico, que le diagnosticó un cólico, doloroso, pero sin gravedad. Sor Teresa Margarita no pudo dormir en toda la noche por el dolor, aunque intentó no hacer ruido para no molestar a las Hermanas que estaban en las celdas contiguas.

A la mañana siguiente, parecía que había mejorado un poco. Pero cuando el médico regresó se dio cuenta de que tenía los órganos internos paralizados y recomendó que recibiese los Últimos Sacramentos inmediatamente. Sin embargo, la enfermera consideró que no era necesario, ya que, aunque Sor Teresa Margarita continuaba con vómitos, el dolor le había disminuido.

Hermana Teresa Margarita no dijo nada, ni insistió en pedir los Últimos Sacramentos. Tenía su crucifijo en sus manos y de vez en cuando besaba las cinco llagas, e invocaba los nombres de Jesús y María. Rezaba y sufría, como siempre, en silencio.

Sobre las tres de la tarde, viendo que estaba agotada y su rostro estaba lívido, las Monjas llamaron a un sacerdote, el cual tan sólo tuvo tiempo a ungirla antes de que volase a Dios. Era el 7 de Marzo de 1770.