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sábado, 26 de noviembre de 2011

1er.Domingo de Adviento

La palabra Adviento proviene del Latín, ad venire, que significa venir hacia. 
Realmente,se está perdiendo el sentido profundo de este Santo Tiempo, entre la apatía de demasiados cristianos y la gran tiranía del laicísmo vociferante, que quiere imponer a toda costa el relativismo moral y el ateísmo práctico como nuevas normas de conducta en una nueva humanidad sin Dios. De ahí, la pérdida casi absoluta, en nuestra sociedad moderna, del sentido verdadero y religioso de estas fiestas que comenzamos a preparar. A fuerza de imponer consumismo han hecho olvidar a muchos cristianos que ésta no es una fiesta pagana, una especie de vacaciones de invierno.
Dentro de unas semanas, el día 25 de Diciembre, se celebra el Nacimiento de Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, que tomó carne humana de las entrañas, siempre vírgenes e inmaculadas, de la Santísima Virgen María, desposada con José, de la tribu de David, en Belén de Judá.
Hay que recordarlo, una y otra vez, para que no se nos olvide ni perdamos el norte entre tanta baraúnda de juguetes y regalos; de vacaciones en la nieve o de comilonas exquisitas, en las que nadie sabe bien qué está celebrando.
Pero, además, este Tiempo de Adviento quiere recordar al cristiano y a todo hombre de buena voluntad que quiera recibir, sin prejuicios, lo que enseña la Santa Madre Iglesia Católica, que Cristo ha de volver al final de los tiempos, no ya en la pobreza y humildad del pesebre, sino en Gloria y Majestad, a juzgar las palabras, obras, deseos y omisiones de todos los corazones. Dicho así, algunos sentirán aún más temor de acercarse a Cristo y a su Iglesia. Nada más lejano de la realidad. El cristiano debe tener en su alma un continuo Adviento por el deseo ardiente de la venida del Señor; porque, ¿qué pueden significar nuestros pecados finitos ante su infinita Misericordia, siempre dispuesto a perdonar al que quiera ser perdonado? Entonces, ¿a qué tener miedo? Si ya nos enseña Sta. Teresita del Niño Jesús que, en Cristo, la Justicia no puede separarse de la Misericordia, ni ésta de la otra. Él conoce bien nuestra miseria, porque nos creó y luego la experimentó en Sí mismo, exactamente hecho igual a nosotros menos en el pecado, porque no puede pecar el que es la Santidad por esencia.
Dicho esto, lo normal en un fiel cristiano es, como decíamos arriba, vivir en continuo adviento, en continuas ansias de la llegada definitiva del Rey de reyes y Señor de todos los señores. Porque, hasta entonces, no será implantado completamente el Reino de Dios entre los hombres, y este Reino es el que da culmen a nuestro ser, a aquello para lo que fuimos creados y que todos, aunque por diversos caminos, anhelamos poseer: la felicidad. Entonces, todo ojo verá y toda inteligencia humana comprenderá, que la felicidad no es algo distinto de nosotros mismos, sino que nos vive dentro, porque la felicidad es DIOS y Él siempre nos habita, aunque no lo sintamos, cuando estamos en gracia y amistad con Él. E, incluso cuando queramos expulsarle de nosotros, no podremos del todo mientras vivimos, porque "en Él estamos, vivimos y somos". Separados de Él, en esta vida, moriríamos sin remedio y, lo que es peor si voluntariamente es querido y aceptado: viviríamos eterna muerte que no acaba.

De esta reflexión podemos sacar como consecuencia una muy clara decisión, o "determinada determinación", que diría nuestra Sta. Madre Teresa de Jesús, de renovar en nuestro interior el deseo y la petición de la esposa en el apocalipsis:



 "El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven, Señor Jesús! Y quien lo oiga diga: ¡Ven. Aleluya!" 

martes, 15 de noviembre de 2011

TODOS LOS SANTOS DEL CARMELO

Ayer celebrábamos en nuestra sagrada Orden la fiesta de Todos los Santos del Carmelo. Se trata de festejar y acordarnos de todos aquellos hermanos y hermanas nuestros, que vistieron el mismo Habito de la Stma. Virgen del Carmen y que, sin ser propuestos como modelos por la Iglesia, otorgándoles la canonización, gozan ya en el Cielo del premio merecido por sus vidas entregadas a Cristo.
En la lectura segunda de Maitines se nos muestra el texto de la Sta. Madre Teresa de Jesús, que nos recuerda que venimos de una casta de santos padres, que vivieron en el Monte Carmelo en grandes estrecheces, en gran soledad y desprecio del mundo. No podemos ni debemos olvidar nuestros orígenes: que siendo grandes guerreros que habían dejado todo en sus respectivos países, aventurándose para salvar la Tierra Santa de la herejía, lucharon con los sarracenos por preservar la libertad de culto en la tierra bendecida por el nacimiento, muerte y resurrección de Jesucristo, y por defender a los cristianos que peregrinaban hasta ella.
Fueron vendidos, derrotados, expoliados sus bienes y expulsados de la Tierra Santa, que habían defendido con su sangre y con sus vidas. Eran los Caballeros Cruzados. Y entre ellos los monjes guerreros del Temple, cuya historia hay que estudiar desde la mentalidad de la época y sin dejarnos llevar por los actuales prejuicios que nos hacen ver como sanguinarios a los que tal vez fueran héroes de nuestra historia y defensores de la Fe en Cristo. Hoy, con nuestra mentalidad moderna, no debemos juzgar sus hechos, pero sí mirar las vidas de muchos de ellos que, una vez derrotados, no dejan aquella bendita Tierra, sino que se adentran en el Monte Carmelo y erigen una preciosa capillita a la Stma. Virgen María, en el lugar donde se encontraba la fuente del profeta Elías, cuyo espíritu de celo abrasador pretendían imitar. 
Era comprensible que el espíritu guerrero de estos hombres encontrase en S. Elías el inspirador de una vida completamente centrada en Dios y en la contemplación de su misterio. Al profeta, como a ellos, Dios mismo le había preguntado, revelándose en una suave brisa (tras la tormenta, el fuego o el terremoto que ellos mismos habían también experimentado en el fragor de las batallas): 
-"¿Qué te trae por aquí, Elías?"
A lo que el profeta, y con él sus seguidores antiguos caballeros cruzados, responden:

-"Me consume el celo por el Señor, Dios de los Ejércitos"

Este mismo espíritu, guerrero y ardiente, han tenido todos los Carmelitas que hoy llenan los coros de los Cielos. Aprendieron, en aquellas soledades, a amar a la Señora, a contemplar a Dios en la belleza del Carmelo y a guerrear, no ya contra los sarracenos, sino contra sí mismos, dominando sus propios apetitos, sus propias tentaciones y sus bajos instintos. Comprendieron entonces, que habían actuado con soberbia desmesurada y Dios había permitido la más cruel y abyecta de las derrotas, para que en el sufrimiento aprendiesen la humildad y la obediencia, lo mismo que aprendió su Maestro. Comprendieron que ya sólo tenían un Rey, Cristo, y un Reino, el de los Cielos. Por ellos lucharían y por ellos morirían, en las laderas del Carmelo, amando sólo a la enamorada de sus almas: la Madre de Dios, Santa María del Carmelo.
Todos nuestros hermanos, que han vestido la librea del Santo Escapulario del Carmen, han querido y sabido honrar con sus vidas a tan buena Madre. La han venerado imitando sus virtudes domésticas, día a día, sabiendo que con ello no quitaban nada al Hijo; muy al contrario, honraban al Hijo en la Madre, pues le obedecían a Él, que en su testamento del Gólgota nos encomendó la tomásemos como Madre nuestra en la persona de San Juan, que allí nos representaba a todos.
Nuestros santos hermanos, que un día fueron peregrinos como nosotros, amaron la soledad y el silencio, que les acercó a Dios. Amaron aquella tierra del Carmelo, que ahora se hace extensiva a cada uno de nuestros Monasterios, porque de ella la Santísima Virgen los alimentó con los mejores frutos de la contemplación divina. Amaron y se apasionaron por el olvido de todo lo creado, para servir únicamente al Creador y Señor de todo lo que existe.

Amaron la humildad y la pobreza, en que vivieron el Hijo de Dios y su bendita Madre, la Virgen. Amaron la pureza de corazón, alimentada por la caridad fraterna, la verdad, la lealtad y la nobleza de espíritu que siempre les distinguiría.
Y tuvieron presentes, para ponerlas por obra, las palabras de nuestra Santa Madre: "Siempre habían de mirar que son cimientos de los que están por venir. Porque si ahora los que vivimos no hubiésemos caído de lo que los pasados, y los que viniesen después de nosotros hiciesen otro tanto, siempre estaría firme el edificio."
"Pongan siempre los ojos en la casta de donde venimos; ¡qué de santos tenemos en el Cielo que trajeron este hábito! Tomemos una santa presunción, con el favor de Dios, de ser nosotros como ellos. Poco durará la batalla y el fin es eterno."