Maravillosa catequésis de Su Santidad, esta mañana en la plaza de San Pedro, sobre el salmo 3. Muy necesaria, en estos momentos que vivimos, en los cuales nos podemos encontrar identificados con el salmista, que se ve asediado por infinidad de enemigos y pone su confianza en sólo Dios.
Texto completo de la Catequesis
Queridos hermanos y hermanas: hoy reanudamos las audiencias en la Plaza de San Pedro y en la ‘escuela de oración’, que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles, quisiera empezar a meditar sobre algunos Salmos, que como decía el pasado mes de junio, forman el ‘libro de oración’, por excelencia.
El primero, en que me detengo hoy, es un Salmo de lamentación y súplica, impregnado de profunda confianza, en el que la certeza de la presencia de Dios funda la oración, que brota de una condición de extrema dificultad en que se encuentra el orante. Se trata del Salmo 3, que la tradición hebraica atribuye a David, en el momento en que huye de su hijo Absalón (cfr v 1): es uno de los episodios más dramáticos y sufridos en la vida del rey, cuando su hijo usurpa el trono real y lo obliga a dejar Jerusalén, para salvar su vida (cfr 2 Sam 15 ss). La situación de peligro y de angustia experimentada por David es pues el telón de fondo de esta oración y ayuda a comprenderla, presentándose como la situación típica en la que un Salmo como éste se puede rezar. En el grito del Salmista, cada hombre puede reconocer esos sentimientos de dolor, de amargura y, al mismo tiempo, de confianza en Dios, que, según la narración bíblica, habían acompañado la fuga de David de su ciudad.
El Salmo comienza con una invocación al Señor: «Señor, ¡cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí! ¡Cuántos dicen de mí: ‘Ya no lo protege Dios!’» ( 2-3).
La descripción que el orante hace de su situación está marcada por tonos fuertemente dramáticos. Reitera tres veces la idea de multitud – numerosos, muchos, tantos – que en el texto original se dice con la misma raíz hebraica, subrayando así, una vez más, la enormidad del peligro, de forma repetitiva, casi como un martilleo. Esta insistencia sobre el número y amplitud de los enemigos sirve para expresar la percepción, de parte del Salmista, de la absoluta desproporción que existe entre él y sus persecutores, una desproporción que justifica y funda la urgencia de su solicitud de socorro: los enemigos son tantos, prevalecen, mientras el orante está solo e inerme, en poder de sus agresores. Y, sin embargo, la primera palabra que el Salmista pronuncia es ‘Señor’. Su grito comienza invocando a Dios. Una multitud incumbe y se levanta contra él, generando un temor que agiganta la amenaza, haciéndola parecer aún más grande y aterradora. Pero el orante no se deja vencer por esta visión de muerte, mantiene firme su relación con el Dios de la vida y, en primer lugar, se dirige a Él, buscando ayuda. Pero sus enemigos intentan incluso romper esta relación con Dios y doblegar la fe de su víctima. Insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni siquiera Dios puede salvarlo. La agresión no es sólo física, sino que alcanza la dimensión espiritual – el Señor no puede salvarlo, dicen – el núcleo central del alma del Salmista es agredido. Es la extrema tentación a la que el creyente es sometido: la tentación de perder la fe y la confianza en la cercanía de Dios.
El justo supera la última prueba, permanece firme en la certeza de la verdad y en la plena confianza en Dios y, propiamente así, encuentra la vida y la verdad. Y me parece que así el Salmo nos toca de forma muy personal, en tantos problemas. Estamos tentados de pensar que quizá tampoco Dios me puede salvar, no me conoce y tal vez no tiene la posibilidad. La tentación contra la fe es la última agresión del enemigo y a ello debemos resistir, de este modo encontramos a Dios y encontramos la vida. El orante de nuestro Salmo está llamado pues a responder con la fe a los ataques de los impíos: los enemigos niegan que Dios pueda ayudarlo, sin embargo, él lo invoca, lo llama por su nombre, ‘Señor’, y luego se dirige a Él con un ‘Tú’ enfático, que expresa una relación firme y sólida, que encierra en sí la certeza de la respuesta divina:
«Pero Tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su santo Monte» (4-5).
Ahora, la visión de los enemigos desaparece, ellos no han vencido, porque él que cree en Dios, está seguro que Dios es su amigo: queda sólo el ‘Tú’ de Dios, a los ‘muchos’ se contrapone ahora uno solo, pero mucho más grande y poderoso que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; protege como escudo a aquel que se encomienda a Él y hace que levante su cabeza, en gesto de triunfo y de victoria.
El hombre ya no está solo, los enemigos no son imbatibles como podía parecer, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su santo Monte. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda y Dios responde. Este entrelazarse entre grito humano y respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de lectura de toda la historia de la salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda y se apela a la fidelidad del otro; gritar quiere decir poner un gesto de fe en la cercanía y en disponibilidad a la escucha de Dios. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que en la respuesta salvífica de Dios se manifiesta en plenitud. Es importante que en la oración se encuentre la certeza de la presencia de Dios. Así, el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo envuelve con una protección invulnerable. El que piensa que ya está perdido puede levantar la cabeza, porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y burlado está en la gloria, porque Dios es su gloria.
La respuesta divina que acoge la oración dona al Salmista una seguridad total; es en definitiva también el miedo, y el grito se aquieta en la paz, en una profunda tranquilidad interior: “Yo me acuesto y me duermo, y me despierto tranquilo porque el Señor me sostiene. No temo a la multitud innumerable, apostada contra mí por todas partes” (v.v. 6-7). El orante, incluso en medio del peligro de la batalla, puede dormirse tranquilo, en una total actitud de abandono confiado. En torno a él, los adversarios acampan, lo asedian, son muchos, se erigen contra él, se burlan e intentan hacerlo caer, pero él en cambio se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y cuando se despierta, encuentra a Dios aún a su lado, como guardián que no duerme (cfr Sal 121, 3-4), que lo sostiene, le da la mano, no lo abandona jamás. El miedo a la muerte es vencido por la presencia de Aquel que no muere. Y precisamente la noche, poblada de temores atávicos, la noche dolorosa de la soledad y de la espera angustiada, ahora se transforma: aquello que evoca la muerte se convierte en presencia de lo Eterno.
A la vista del asalto enemigo, maciso, imponente, se contrapone la invisible presencia de Dios, con toda su invencible potencia. Y es a Él que de nuevo el Salmista, después de sus expresiones de confianza, dirige su oración: “¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!” (V. 8ª) Los agresores “se levantan” (Cfr. V.2) contra su víctima, quien en cambio, “se alzará” es el Señor, y será para abatirlos. Dios lo salvará, respondiendo a su grito. Por esto el Salmo se cierra con la visión de la liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacer perecer. Después de la petición dirigida al Señor de alzarse para salvar, el orante describe la victoria divina: los enemigos que, con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo aquello que se opone al Señor y a su plan de salvación, vienen derrotados. Golpeados en la boca, no podrán ya agredir con su destructiva violencia y ya no podrán insinuar el mal de la duda en la presencia y en la acción de Dios: su hablar insensato y blasfemo viene definitivamente desmentido y reducido al silencio con la intervención salvífica del Señor (cfr v. 8bc). Así el Salmista puede concluir su oración con la frase de las connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y en la alabanza, el Dios de la vida: ¡En ti, Señor, está la salvación, y tu bendición sobre tu pueblo (v.9).
Queridos hermanos y hermanas el Salmo 3 nos ha presentado una súplica llena de confianza y de consolación. Rezando este Salmo, podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su cumplimiento. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza consoladora de la fe. Dios está siempre cercano -incluso en las dificultades, en los problemas, en la oscuridad de la vida- escucha, responde, salva, a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David en su fuga humillante del hijo Absalom, como el justo perseguido en el Libro de la Sabiduría y, por último y cumplidamente, como el Señor Jesús, en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la verdadera gloria y la definitiva realización de la salvación.
Que el Señor nos de fe, venga en ayuda de nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de rezar ante la angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días del dolor, abandonándonos con confianza a Él, nuestro “escudo” y nuestra “gloria”. ¡Gracias!
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